Experiencia meditativa

El camino del corazón: el legado del Zen en mi vida

Cuando medito, entro en un espacio de amabilidad, de acogedora suavidad. Siento que aquello con lo que me identifico —“mi vida”, “lo que soy”— se simplifica, y una enorme sensación de descanso me embarga. Es como volver a casa, a un hogar espiritual.

En la meditación, surge un silencio profundo que no siempre está exento de ruido. Ese ruido, sin embargo, se convierte en un hilo musical: está ahí, pero no pesa. Los pensamientos pierden solidez, se vuelven vaporosos, como las volutas de incienso. Experimentarlos así me da una sensación de libertad, como si el “yo” limitante se transformara en un “yo” acompañado, sostenido por algo más grande.

Acompañar a un grupo en la meditación es un gozo profundo para mí, aunque también intenso. Mi sensibilidad me permite percibir las energías grupales, lo que me lleva a entrar en un espacio de confianza cuya motivación siempre es el beneficio de todos los seres. En esos momentos, el “yo” desaparece y siento que algo mayor me guía. Es un acto de entrega, de servicio, donde escucho con el corazón, dejando que una inteligencia más grande hable a través de mí.

El camino del Zen llegó a mi vida de la mano de mi maestra Anik Billard, quien trajo las enseñanzas del maestro Deshimaru a Barcelona. Anik fue ordenada como monja Zen en 1986, y falleció en 2020, dejándome el inmenso legado de sus ropajes de monja. Ese gesto simbolizó una puerta entreabierta, una invitación a continuar el camino que compartimos durante tantos años.

El Zen no es un camino fácil, pero sí un privilegio. Se le llama “el camino del corazón” porque te lleva al núcleo de ti misma. Experimentar instantes de eternidad te prepara para soltar, para morir a aquello que impide fluir con la vida. Aprendí estructura y contención, herramientas que me ayudaron a transitar momentos duros, abrazar los agradables y, sobre todo, a confiar.

Con el tiempo, algo en mí comenzó a “acuerpar”. Pasé de sentirme “descarnada” a experimentar una contención profunda en mi ser. Esta sensación de arraigo me conectó no solo con mi cuerpo, sino con una forma más sólida de habitar mi vida.

El zazen me transformó. Me permitió sentir una solidez interior capaz de acompañar a otros desde la confianza, la apertura y el servicio. También sacó a la luz una perspectiva más amplia: el ego dejó de ser el centro de mi vida, y comencé a sentirme parte de un gran entramado. No todo depende de mí, y ese alivio me dio claridad para vivir con mayor desapego hacia las historias que mi mente solía contarme.

Hoy, cuando acompaño, ya no soy solo yo. Es un espacio en el que la experiencia y la práctica encuentran su propia voz, resonando en quienes llegan. Mi trabajo no es ser el centro, sino un canal que sostiene y escucha. El Zen me enseñó a estar presente en el ahora, a vivir con el cuerpo, con los sentires, y con una observadora que está despierta, aunque todavía en su propio proceso de aprender a permanecer más tiempo en ese espacio vacío de forma.

Todas las enseñanzas siguen vivas en mí, y lo que enseño hoy ha evolucionado. Lo he adaptado a lo que siento y a lo que las personas necesitan en el presente. La esencia permanece intacta, pero la forma abraza la impermanencia, el movimiento continuo entre equilibrio y desequilibrio, entre estructura y libertad.

Adaptarse al entorno sin perder la esencia es la danza de la vida que deseo ofrecer. Es un viaje hacia el corazón, hacia ese espacio de confianza sabia al que todos podemos acceder.

Estoy gestando un proyecto inspirado en mi experiencia de vida con la meditación, lleno de significado y coherencia. Cuando llegue el momento, estaré encantada de compartirlo contigo.